viernes, 1 de junio de 2012

SEGUNDA FURIA

Príncipe David, hoy te enseñé a contar el rebaño y tú a los números ya los conocías porque cifraste el tiempo que permanecí con tus amigos, con el mundo. Apacentaba las bestias cuando preguntaste de dónde vienen los seres y leíste mi silencio sonriendo. "Los pastos frescos son buenos para los ojos, pero las entrañas son modestas", argumenté. Llovía. Maestro, me dijiste, los seres vienen de sí mismos, como el ir y venir del rebaño; como una pregunta y su respuesta. Somos nosotros quienes preguntamos y quienes respondemos, pero no somos nosotros la motivación de la pregunta ni la respuesta. "No estoy de acuerdo", exclamé. Te brillaron los ojos y permaneciste en silencio. Por un momento quise perderte en los montes o abandonarte a orillas de un hambriento río. Empezaste a ovillar los hilos susurrando una alabanza. La cólera hacía sangrar mis encías, ¿por qué las respuestas se acercan a ti?, ¿por qué tú eres lo que eres?, ¿por qué yo? Deshice las bolas de hilo y las arrojé al lodo. Tú sonreías y me preguntaste ¿por qué nace la furia?. "Porque no todos los caballos tienen un jinete", contesté mientras te abofeteaba. "Están prohibidas las preguntas". ¿La furia nace de una prohibición? No quiero estar furioso, me dijiste entre lágrimas. "No lo estarás", te contesté como una sierpe. El río fluía y cantaba herrumbroso con la lluvia. Pensé en tu futuro, en los héroes del pasado, en la esperanza, en tus alabanzas, Príncipe; vislumbré a tus hijos y a los hijos de tus hijos preguntándome cómo se corta un árbol. Tus pequeños miembros sostienen grandes ideas pero yo pude cargarte fácilmente y arrojarte a las aguas que siempre repiten lo mismo.