viernes, 11 de diciembre de 2009

Cascadas

Arrojada como suele ser, la orina se acuesta sobre la alfombra y le da un beso de piquito. La alfombra –para que la otra no piense que se burla de una cucufata- suelta sus cientos de bracitos cruzados y pellizca la tibia piel de la orina –macerada de díscolos ungüentos que mezclan los aromas del café y el de una playa sucia. La orina, excitada por el toqueteo, evoca a la Venus de Velásquez y a la Maja que desnudó Goya: Alfombra, le dice, píntame como vine al mundo, desnuda, amarilla, brillante. Ella es la Maja y es Venus y tal vez las modelos todas de un cuadro de Seurat. La alfombra, cansina y sudorosa, se ruboriza: Ella no nació, –piensa una, dos y tres veces, se muerde cada uña de los dedos, y vuelve a pensar- ella no nació para pintora. Las alfombras somos un instrumento musical que se alimenta del polvo y que murmulla con los pasos, una artista del sonido y –cómo no- del camuflaje. Pero, ¡pintora!, píntame desnuda, vamos, píntame. La orina y otro beso de piquito. Animada al fin, la alfombra olvida los prejuicios ajenos al arte y distiende el pincel sobre la honda espesura de su modelo. Hoy serás un cuerpo pintado, dijo entrecerrando los ojos, un cuerpo. La orina hervía de emoción. Para cuando el dueño de la casa llegó, la obra estaba terminada; extrañado, husmea los rincones de su sala para explicarse quién había sido el pendejo que orinó en su alfombra. El arte –pensaron todos los testigos-, el arte… y el hedor continuó por un buen rato.